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Mi nacimiento es extraño, se produce el 31-mayo-1953 y soy el octavo hijo de Fernando y Lola. Me imagino que produje más decepción que alegría a la familia, ya que ansiaban la llegada de una niña.
Por lo tanto, soy el más pequeño de los hijos y, aunque ser el benjamín generalmente se considera una ventaja en cualquier familia, en el caso de una familia numerosa cien por cien masculina, no lo es. El hermano pequeño es al que hacen menos caso y al que le exigen que haga todo aquello que los mayores no quieren hacer. No quiero dar a entender con esta afirmación que mi infancia haya sido terrible, todo lo contrario, ya que las ventajas de este tipo de familia, unido a una educación relativamente liberal, han permitido desarrollarme en un ambiente de gran libertad e influenciado, para bien o para mal, no solo por las pautas marcadas por padres o colegios, sino además por la observación de comportamientos y opiniones de mis hermanos mayores. Siempre he sabido aprovechar mi condición de hermano menor.
Mis primeros contactos con la imagen vienen, naturalmente, a través del ambiente familiar. El laboratorio fotográfico ha sido muy importante desde que era muy pequeño. Recuerdo que lo trabajaba mi madre en una de las habitaciones del segundo piso de la casa de Santa Clara, encima de la tienda. A los 3 años, cuando llegaba del colegio “La Milagrosa”, que funcionaba como lo que hoy se conoce como guardería, lo que más me apetecía - tal y como luego me dijeron que afirmaba Freud - era estar con mi madre, pero ella se encontraba en el cuarto oscuro dale que te pego a la ampliadora. Cuando entraba a verla, allí estaban otros tres o cuatro hermanos mayores a lo mismo y nunca conseguía estar con ella a solas. Ella, persona muy inteligente, no sólo conseguía contentarnos a todos sino que además lograba que ya fuésemos productivos (hoy lo llamarían explotación familiar, pero a mí nunca me lo pareció) y dependiendo de la edad nos daba una tarea más o menos responsable: uno se dedicaba a mover las fotos depositadas en la cubeta del fijador para que la química actuase de manera correcta en todas las copias, otro esmaltaba las copias en brillo, otro, generalmente el mayor, se encargaba de la cubeta del revelador, tarea muy importante y a la vez entretenida, pues era el responsable de que las fotos no ennegrecieran demasiado a la par que se enteraba el primero de todo lo que ocurría en Zamora, hasta el punto de que cuando veía a alguien conocido, avisaba a los demás para que viésemos esa fotografía y cada uno nos imaginábamos el resto de la película a partir de ese primer fotograma. A mí, como a esa edad aprendía a escribir, me tocaba poner en el dorso de las copias el número del carrete al que correspondía esa copia para que luego fuese sencillo juntar todas las copias a su negativo, tarea denominada “hacer el solitario” antes de guardarlas en su correspondiente sobre que se entregaba al cliente. Esa sencilla tarea me permitía ser el hermano que estaba más cerca de mi madre, ella supervisaba cada nº que ponía y de esa manera, además, corregía mi primera caligrafía, por lo que siempre afirmo que yo aprendí a escribir en un cuarto oscuro, algo que genera cierta incomprensión. Al poco tiempo, mi padre adquirió una ruidosa maquinita que al meter la copia por una ranura imprimía en su dorso, y mediante un fuerte golpe, el número que anteriormente se tenía que programar en unos discos de aluminio numerados, pero para entonces yo ya había ascendido y ahora era el encargado de la cubeta del fijador.
Con los años llegaría a hacerme cargo del todo el laboratorio durante los veranos de mi adolescencia, sustituyendo al trabajador oficial durante sus vacaciones Era la época de “El revelado en 24 horas” o incluso “Si trae el rollo a revelar antes de las 2 de la tarde tendrá sus copias en 4 horas” y yo tenía que cumplir con ese compromiso comercial, incluso terminar antes si era posible para ir a bañarme al río Para lograrlo y además conseguir que mis amigos me esperasen para bajar juntos al río, yo hacía con ellos lo mismo que hacía mi madre e imponía a cada uno una tarea para terminar antes: cortar copias y negativos, meter estos en fundas, esmaltar, hacer el solitario, echar la cuenta, etc., eran las tareas finales de esa época ya que la numeración, revelado y fijado lo hacia una moderna procesadora automática.
Pero regresemos a la infancia. Jugar a las espadas con las cintas de papel de los rollos de negativo 6x9 cm, era una actividad que realizaba con mis amigos justo a la salida de las películas de espadachines que veíamos en “Los Luises” (nombre de sala cinematográfica del colegio y que siempre me ha intrigado, ya que no se cual es su origen y siempre he preferido imaginar que era un homenaje a Luis Buñuel y a Luis G. Berlanga), películas tradicionales que todos vimos y que lo único que me enseñaron fue a desarrollar la imaginación para comprender y apreciar las cosas mucho mejor gracias a las elipsis originadas por cortes locales de censura y no como ahora que se lo dan todo tan mascado a los jóvenes que no conocen el placer de alcanzar lo prohibido. En casa se favorecía mucho que viésemos cine y tuvimos la suerte de disfrutar todos los fines de semana con las matinales de las salas Barrueco y Arias Gonzalo o durante las vacaciones de las sesiones continuas del Principal y del Valderrey, pero, sobre todo, recuerdo las películas que más me impactaron, aquellas que me hacían pensar al salir de la sala y que comentábamos con amigos o en casa, esas sólo las daban en la Universidad Laboral, con el paso del tiempo aprecias que detrás de esas proyecciones había alguien que sabía de cine, de buen cine, nunca supe quién era, pero sería interesante algún día conocer su nombre y poder agradecérselo en este escrito.
La imagen siempre estaba presente en casa, las revistas de fotografía las teníamos al alcance de la mano, algunas contenían fotografías tomadas por mi padre, en otras incluso había desnudos de mujeres y éstas corrían de mano en mano por nuestros amigos, a mi casa cierta censura no llegaba.
Se hablaba de cine, del cine que hacía mi padre y todos los años teníamos que ver el último documental industrial que había realizado y que naturalmente a mí a esa edad, no me dejaba nada impactado, era más interesante buscar entre las noticias de TVE o de NO-DO alguna que él hubiese rodado. Incluso en muchas de ellas aparecíamos como actores de relleno e incluso como protagonistas.
Se hablaba de fotografía, el peso del estudio y el laboratorio era muy importante para el sustento familiar. El estudio yo lo viví más a través de Rafael Felice que de mi padre. Rafael era un personaje singular y muy querido en casa sobre él que algún día convendrá escribir más cosas. Siempre escuchaba los interminables seriales que daban en la radio por las tardes y muchas veces me lo encontré llorando como una magdalena mientras retocaba los negativos con pincel y tintas de carmín o yodo para aumentar o reducir el contraste de fondos, o retocaba los retratos con lápices muy afilados con los que alargaba pestañas, perfilaba labios, alineaba cejas o difuminaba mejillas, principalmente a mujeres y novias, incluso se atrevía a poner lunares donde no existían o tapaba verrugas donde las había, en alguna ocasión recuerdo protestas de las clientas por alguna de estas licencias que Rafael se tomaba, siempre con la intención de mejorar la belleza de la retratada, vamos, era un gran artista y precursor del Photoshop, no me puedo imaginar de lo que hubiese sido capaz de hacer en esta época tan digital.
Todos los hermanos hacíamos fotografías con frecuencia, siempre familiares o a los amigos durante excursiones o fiestas. En esa época teníamos a nuestra disposición una única cámara, una “Werlisa color” por lo que las peleas por usarla eran frecuentes, excepto mi hermano mayor que ya tenía una Nikormat que decía que necesitaba para sus fotos de arquitectura y que era la envidia de los demás. Este aprendizaje nos sirvió para que posteriormente echásemos una mano en la tarea empresarial de los “Reportajes fotográficos” de bodas, cursillos de Iberduero, o incluso enseñar a los clientes el manejo de cámaras detrás del mostrador cuando estas se vendían. No será hasta mis 16 años cuando, al regreso de mi primer viaje a París durante el verano para trabajar en cualquier cosa, le compro a mi padre con el dinero allí ganado, mi primera cámara de fotos, una Nikkormat. Naturalmente, para dar este paso le tuve que decir a mi padre que estaba harto de trabajar los veranos en la tienda, y prefería irme a París para aprender el idioma, iluso de mí. En París me tenía que levantar a las 5 de la mañana para ir a trabajar a una fábrica de embutidos, en la que me dedicaba a echar polvos a una mezcladora, y mientras regresaba completamente extenuado, me recordaba que en la tienda trabajaba menos horas, y luego al río. Una buena lección aprendida conseguí mi primer equipo profesional de fotografía que le compré a mi padre con el dinero ganado.
El cine para mi nació como un trabajo, al principio como una obligación de ayuda en el negocio familiar, más adelante como un fuente de ingresos, pero vayamos por partes. Al principios de los 70 surge la moda de grabar las bodas en Súper-8 como complemento al reportaje fotográfico, al principio sin sonido y poco después con toma de sonido directo e incorporación de música de fondo mediante edición casera. A mi me gustaba complicarme la vida y recuerdo que siempre quería aportar algo de mi cosecha personal y no me conformaba con la inclusión de sencillas cabeceras y fondos de música clásica. Llegué a montar una película de una boda simulando que era una noticia que daban en un telediario, el presentador, un amigo imitaba a un locutor de moda, Ladislao Azcona, exagerando sus grandes movimientos laterales en su asiento de tal manera que casi se salía de cuadro, pero antes de la conexión en directo con la iglesia, daba paso a unos minutos de publicidad e insertábamos un anuncio del negocio de padre de los novios, que escenificábamos nosotros mismos, otro de Heptener y de algún otro negocio zamorano propiedad de amigos o familiares de los novios. Estas licencias junto con la inclusión entrevistas a invitados de los novios o la inclusión de música de Pink Floyd durante la ceremonia en vez de la clásica habitual, me permitían hacer más llevadero el aburrido trabajo de los reportajes de bodas. El montaje y edición de música era muy pesado a la vez que tedioso ya que no se trabajaba con moviola sino directamente con el proyector lo que me obligaba a tener mucho cuidado con la película. No siempre el cliente nos lo permitía ya que desconfiaba cuando se lo proponía, pero cuando lo hacía luego le gustaba mucho.
Naturalmente todos los hermanos hemos acompañado a D. Fernando en sus rodajes, siempre como peones ayudantes, es decir para llevar el trípode, las luces y aquello que pesaba, la cámara o el "magnetofón" UHER para tomas de sonido eran herramientas que sólo él manejaba. Dejaremos para otra ocasión las anécdotas de estos rodajes y que todos los hermanos tenemos varias. En mi caso recuerdo acompañarle desde los 6 años y por entonces la ayuda se limitaba a actuar como extra, posteriormente fui ascendiendo en actividades varias. La época en la que más le acompaño a rodajes y montajes y, por lo tanto, cuando de verdad aprendo este oficio de su mano, fue ya siendo estudiante de Psicología en Salamanca. Como ya por entonces don Fernando estaba jubilado de Iberduero la empresa le obligaba a que siempre fuese acompañado de un cámara profesional de Madrid, al que por entonces pagaban 8 o 10.000 ptas./día, y que él se dedicase exclusivamente a dirigir, cuando lo realizó nunca se quedaba contento con el resultado y decidió llevarme a mi en vez de contratar a un cámara y por ese trabajo me pagaba ¡¡¡5.000 ptas./día!!!, la empresa se ahorraba dinero y él hacía lo que quería. Yo intentaba justificar ese buen sueldo y aparte de encargarme de las fotos con la cámara Linhof, cortar la película a oscuras y preparar los chasis de película con “la braga”, una curiosa prenda negra y totalmente opaca, fabricada por mi madre, que nos permitía manipular los chasis a la luz del día, cargar con el trípode o colocar focos de iluminación por los andamios de obras, le pedía constantemente que me dejase rodar alguna panorámica con la Arriflex de 35 mm. y su respuesta era: “Antes de rodar un plano con la cámara de 35 mm tienes que hacer miles de fotos”, y no había manera. Por aquellos tiempos la su actividad cinematográfica fue importante y a parte de los NO-DOs, tenía en marcha varios documentales: los últimos Historiales y las construcciones de Lemóniz y de Villarino para Iberduero (estas dos últimas totalmente terminadas, se quedaron sin montar) y la construcción de la chimenea de la central térmica de Puentes de García Rodríguez, -la más alta de Europa con sus 356 m de altura- para la empresa de Entrecanales. Únicamente en las ocasiones que por enfermedad o causa mayor él no podía ir a rodar y era importante hacerlo en alguna fecha determinada, me dejaba a mi toda la responsabilidad, como fue en los casos de la apertura del desagüe alto de la presa Villarino, el atentado en la central de Lemóniz.
Ya sin cobrar por mi trabajo, también me encargaba de ejercer de ayudante de montaje, de ayudar en buscar músicas de fondo, de recoger materiales revelados del laboratorio y de otros trabajos de postproducción de algunos de los documentales de los años 70.
Por lo tanto, mi experiencia en el mundo de la imagen la adquirí más como un oficio heredado de padres a hijos y es lo que me llevaría a seguir con la tradición de realizar documentales. Antes de ir a la universidad manifesté en alguna ocasión que me gustaría estudiar cinematografía en la escuela de Madrid y mi padre siempre nos decía que el mundo del cine era un mundo de muertos de hambre y que no se nos ocurriese, por lo que decidí estudiar psicología en Salamanca. Al terminar marché a Madrid en busca de trabajo y mientras colaboraba en un centro de atención a niños autistas, pidieron consejo a mi don Fernando para que les recomendase un fotógrafo industrial que necesitaban para realizar un catálogo y su respuesta fue que el mejor que conocía era yo. Al cabo de unos mesa trabajaba en esta empresa de ingeniería como responsable del departamento de publicidad, haciéndome cargo de la producción de catálogos junto a la selección de personal. Rápidamente, conociendo mi experiencia en el mundo del cine industrial me propusieron realizar mi primer documental sobre la construcción de una planta de cemento en Almería. La empresa trabajaba en ámbitos internacionales y los siguientes documentales industriales los tuve que rodar principalmente en Indonesia aparte de otros rodados en España.
Guillermo López Krahe.
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